Hoy,
en su 50.º aniverario, celebro la publicación de un disco de tan
solo 28 minutos de duración, sencillo y honesto como pocos, que
ciertamente posee el rango de obra de culto: Pink Moon (1972), de Nick Drake. Tras publicar dos álbumes que recibieron una
acogida más bien tibia, el cantante y compositor de 24 años quiso
crear algo distinto que revelara sin ornamentos cómo se sentía por
entonces. En el otoño de 1971, el estudio Sound Techniques de
Londres estaba reservado durante todo el día, de ahí que, a finales
de octubre, Drake y el ingeniero y productor John Wood acudieron a
las 23:00 horas para grabar la mitad de las piezas. Completaron el
trabajo al día siguiente. Dos noches, cuatro horas en total, la voz
de Drake, su guitarra acústica y unas pocas notas de piano en solo
uno de los cortes. Tímido e introvertido, a través de su arte, el
joven músico exteriorizó aquí varias de sus aflicciones, como la
pesadumbre por el escaso reconocimiento que obtuvieron sus canciones,
el molesto contacto con la prensa o su inseguridad en las actuaciones
en vivo. Fue su último disco. Dos años más tarde, profundamente
deprimido, murió por una sobredosis de fármacos.
Más allá de su desdichada crónica y del aura enigmática que le atribuimos los melómanos, Nick Drake nos legó —como un mensaje en una botella— un álbum de delicado y embriagador folk, lleno de melodías evocadoras, barnizadas por una bella, frágil y susurrante voz. Once melancólicas canciones que me invocan el sentimiento de "saudade", propio de la cultura portuguesa: un placer que se padece y una tristeza cautivadora.
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